martes, 18 de mayo de 2021

HIGINIO SOBERA DE LA FLOR




Todo comenzó en 1952. La or­den po­li­cial era cla­ra y con­tun­den­te: de­te­ner al cri­mi­nal en el Ho­tel Mon­te­jo, en Flo­ren­cia y Pa­seo de la Re­for­ma. Se tra­ta­ba de Hi­gi­nio So­be­ra de la Flor, uno de los ase­si­nos más pe­li­gro­sos que pu­so en ja­que a la so­cie­dad por la mal­dad con que co­me­tió sus crí­me­nes.

Le llamaban El Pelón Sobera y su ne­gra his­to­ria se hizo famosa en los ar­chi­vos policiacos durante la década de los años cincuenta. Y fue precisamente el domingo 11 de mayo de ese año cuando un incidente de tránsito en la Colonia Roma dio pábulo a la serie de crímenes que cometió.

La es­qui­na de In­sur­gen­tes y Yu­ca­tán sirvió de escenario al hecho fatal. El ca­pi­tán del Ejér­ci­to, Ar­man­do Le­pe Ruiz, tío de la be­lla ac­triz Ana Bert­ha Le­pe, per­dió la vi­da ba­la­cea­do por Hi­gi­nio So­be­ra, quien lue­go de co­me­ter su fe­cho­ría em­pren­dió la hui­da. 

No obs­tan­te que un agen­te de la Di­rec­ción de Trán­si­to pu­do ha­ber­lo cap­tu­ra­do, lo de­jó es­ca­par y ni si­quie­ra se to­mó la mo­les­tia de ba­jar­se del ban­co don­de da­ba las se­ña­les a los automovilistas.

Ar­man­do Le­pe, tam­bién fa­mo­so cha­rro, era acom­pa­ña­do por Ma­ría Gua­da­lu­pe Man­za­no Ló­pez, de 26 años de edad, quien pre­sen­ció ate­rro­ri­za­da la for­ma vio­len­ta en que Lepe, con­duc­tor de un lu­jo­so Buick mo­de­lo 51, era ba­lea­do por el ira­cun­do So­be­ra. No me­nos de cin­co dis­pa­ros se es­cu­cha­ron y Le­pe que­dó re­car­ga­do so­bre el vo­lan­te y gra­ve­men­te he­ri­do, mien­tras que la da­ma lan­za­ba gri­tos de au­xi­lio.




Los agen­tes del Ser­vi­cio Se­cre­to, Jo­sé Go­dí­nez Sán­chez y Faus­to Fi­gue­roa Ba­rre­ra, que oca­sio­nal­men­te tran­si­ta­ban cer­ca del lu­gar, y vien­do que el he­ri­do ago­ni­za­ba, lo su­bie­ron a su co­che y lo con­du­je­ron has­ta la Cruz Ro­ja, don­de fa­lle­ció po­co des­pués.

No pu­do ar­ti­cu­lar pa­la­bra al­gu­na Le­pe Ruiz, quien ha­bía te­ni­do la ma­la for­tu­na aquel día, de to­par­se con un su­je­to pe­li­gro­so en el lugar equivocado. Ma­ría Gua­da­lu­pe fue aten­di­da tras un des­ma­yo y por he­ri­da de un de­do de la ma­no de­re­cha. Se sal­vó por ver­da­de­ro mi­la­gro, pues al mo­men­to del ata­que es­ta­ba co­lo­ca­da en­tre la víc­ti­ma y el violento Sobera.

La ar­dua la­bor in­ves­ti­ga­do­ra des­ple­ga­da por el Ser­vi­cio Se­cre­to hizo posible que en 47 ho­ras fue­ra de­te­ni­do El Pe­lón So­be­ra en el in­te­rior de lu­jo­sa al­co­ba del Ho­tel Mon­te­jo - don­de dor­mía con fre­cuen­cia-, ubi­ca­do en Flo­ren­cia y Pa­seo de la Re­for­ma.



Los sabuesos policiales mantuvieron guar­dia per­ma­nen­te en ese hotel, no pes­ta­ñea­ron en to­da la no­che de aquel lu­nes (12 de ma­yo de 1952). 

La mi­sión en­co­men­da­da de­bía ser cum­pli­da al pie de la le­tra. Vie­ron per­fec­ta­men­te cuan­do Hi­gi­nio lle­gó al ho­tel. Pi­dió uno de los me­jo­res cuar­tos; le fue asig­na­do el nú­me­ro 108 y pa­só allí to­da la no­che.

Los agentes com­pro­ba­ron que la al­co­ba so­la­men­te te­nía una puer­ta. Esperaron pacientes va­rias ho­ras. Al­gu­nas pa­tru­llas se tras­la­da­ron en­ton­ces a las puer­tas del ho­tel. So­be­ra es­ta­ba cer­ca­do. El cri­mi­nal per­ma­ne­cía en su sui­te aje­no a la es­tra­te­gia po­li­cial. Los agen­tes ob­ser­va­ron a tra­vés de la ce­rra­du­ra a Hi­gi­nio ya ves­ti­do. So­bre la ca­ma es­ta­ba una pis­to­la .380 au­to­má­ti­ca y a cor­ta dis­tan­cia, una ca­ja de car­tu­chos, 41 en to­tal.

Se co­mi­sio­nó al agen­te Jor­ge Uda­ve Gon­zá­lez, pla­ca 193, a fin de que pe­ne­tra­ra al cuar­to. En for­ma in­te­li­gen­te y ha­cién­do­se pa­sar co­mo ga­rro­te­ro, Udave to­có en dos oca­sio­nes, has­ta po­der in­tro­du­cir­se a la al­co­ba, sor­pren­dien­do a Hi­gi­nio cuan­do exa­mi­na­ba su ar­ma. En for­ma cau­te­lo­sa se acer­có el agen­te pre­tex­tan­do lim­piar el bu­ró, y cuan­do tu­vo a su al­can­ce al pe­li­gro­so ho­mi­ci­da, apro­ve­chan­do un mo­men­to en que és­te de­po­si­ta­ba la pis­to­la so­bre la ca­ma pa­ra sa­car­se el pa­ñue­lo del bol­si­llo y lim­piar­se el cal­za­do, se aba­lan­zó so­bre él a la vez que se apo­de­ra­ba de la pis­to­la. Mo­men­tos des­pués, los otros de­tec­ti­ves, que ob­ser­va­ban los mo­vi­mien­tos por la ce­rra­du­ra, pe­ne­tra­ron al cuar­to fá­cil­men­te.

El co­ro­nel Sil­ves­tre Fer­nán­dez, el ca­pi­tán Men­do­za Do­mín­guez y el co­man­dan­te Al­fon­so Gar­cía Li­món, se­gui­dos de va­rios de­tec­ti­ves, pro­ce­die­ron a de­te­ner al ho­mi­ci­da. Aquí ca­be ano­tar que a Hi­gi­nio se le en­con­tra­ron man­chas de san­gre en la ca­mi­sa, si­tua­ción que lle­vó a los agentes a des­cu­brir otro cri­men del de­se­qui­li­bra­do su­je­to.

La brillante investigación policiaca aclaró que algunas horas más tarde, después de asesinar al charro Lepe, el despiadado Sobera dio muerte a la bella Hortensia López Gómez, dentro de un taxi. (En aquella época les llamaban autos de ruleteo).

-¿Por qué mataste a la muchacha? –le preguntó el coronel Silvestre Fernández.
-Eso fue una mera “puntada” que me alcancé –exclamó Sobera con suave petulancia, luego de barrer a los circunstantes con una mirada displicente. Al mostrarle al chofer del taxi la fotografía de la malograda víctima, sin titubear afirmó: “¡Es ella!”…

Más adelante, el asesino condujo a los agentes al sitio donde abandonó el taxi, tras arrojar a la cuneta de la carretera, por el rumbo de Cuajimalpa, el cadáver profanado de Hortensia. El coche fue encontrado estacionado frente a la casa 15 de la calle General León, en Tacubaya.




Explicó el chofer Esteban Hernández que minutos antes de las 20:00 horas de aquel lunes, circulaba por Paseo de la Reforma cuando una dama joven y elegantemente vestida le hizo una seña con la mano. La mujer pidió un servicio al Sanatorio Durango. Una vez convenido el precio, la chica subió a la parte posterior del taxi. Instantáneamente, un hombre alto, blanco, delgado, con traje gris y boina oscura, hizo lo propio, tomando asiento junto a la muchacha, a la vez que indicaba al chofer que echara a caminar el coche. Ese hombre era Higinio Sobera.

En el interior del vehículo surgió un diálogo entre ambos pasajeros. En tanto que el hombre decía “que no lo abandonara”, ella afirmaba no conocerlo, suplicándole que descendiera del automóvil, que enfiló por las calles de Hamburgo. Durante el trayecto, tanto ella como él siguieron discutiendo de forma acalorada.

Cuando el coche cruzaba por Hamburgo y Niza, se escucharon varias detonaciones. Sobera había disparado seis veces sobre la indefensa Hortensia. El chofer del taxi, aún espantado por el acontecimiento, declaró que el iracundo sujeto empuñó nuevamente su arma y en forma amenazadora la puso en sus costillas, ordenándole continuar su marcha.

Esteban se vio obligado a circular por la calle Lieja en sentido contrario, siendo detenido por un agente de Tránsito, quien le pidió los documentos. Mientras, Sobera continuaba en su actitud amenazadora contra el chofer, en caso de que denunciara los hechos. El agente luego de revisar la documentación se retiró del lugar.




Aquí se preguntará usted, amigo lector, ¿cómo es que el policía no se percató que la pasajera iba malherida o muerta? Si tomamos en cuenta que el auto de alquiler del que hablamos era un Plymouth modelo 46, cabría señalar que eran vehículos muy espaciosos y dada la estructura del mismo, las personas que viajaban en la parte trasera no eran del todo visibles desde el exterior. Y por ser de noche, bien podía el agente de Tránsito suponer que el pasaje se trataba de una pareja y que la dama sólo descansaba sobre el hombro de su acompañante.

Tras retomar su marcha a gran velocidad sobre Paseo de la Reforma, Sobera, poniendo la pistola en la cabeza del chofer le ordenó parar frente a las rejas del Bosque de Chapultepec y bajarse. Sobera se apoderó del volante y huyó. 

 Luego se daría la noticia del macabro hallazgo, cuando unos pastores, a las 22:30 horas, acertaron pasar por una zanja que había cerca del kilómetro 19 de la carretera que conduce de México a Cuajimalpa. Dieron parte a la policía del cadáver de la hermosa mujer.

Momentos antes, Sobera había introducido a Hortensia, ya muerta, a la posada Palo Alto, donde cometió acto sexual con el cadáver y durmió abrazado a la mujer sin vida.




-¿El empleado que lo atendió en ese hotel se dio cuenta que llevaba usted un cadáver? –le preguntó el agente del ministerio público durante su declaración preparatoria.

-No. El me preguntó si yo iba solo; le contesté que no, que me acompañaba una mujer borracha. Pero el camarista no la vio, pues yo la traía en el asiento posterior del carro –señalaba el asesino.

Se supo que Hortensia López Gómez había vivido en Parral 58, Colonia Chapultepec-Condesa, y tenía al morir 23 años de edad. Estaba próxima a contraer nupcias.

El caso de Higinio Sobera fue uno de los más atroces, re­gis­tra­dos por la cri­mi­na­lís­ti­ca na­cio­nal. El cla­mor po­pu­lar era só­lo uno: “¡Pe­na de muer­te al bes­tial ca­ver­na­rio de la Co­lo­nia Ro­ma!”... In­clu­so, a la redacción del diario La Prensa lle­ga­ba un sin­nú­me­ro de pe­ti­cio­nes pa­ra que el Pre­si­den­te de la Re­pú­bli­ca, Mi­guel Ale­mán Valdés, el Pro­cu­ra­dor del Dis­tri­to y las cá­ma­ras del Con­gre­so de la Unión, vo­taran por que se reim­plan­tara la pe­na de muer­te, por con­si­de­rar­la co­mo úni­ca de­fen­sa que tie­ne el pue­blo de Mé­xi­co con­tra los cri­mi­na­les que deam­bu­lan tran­qui­los por las ca­lles de la ciu­dad. Tam­bién lle­ga­ban car­tas que ha­cían men­ción al he­cho de que So­be­ra fue­ra con­de­na­do a ca­de­na per­pe­tua a las Is­las Ma­rías.

Una vez co­no­ci­da la au­tén­ti­ca per­so­na­li­dad de es­te desalmado ase­si­no, la po­li­cía pen­sa­ba en que bien pu­die­ra ser Hi­gi­nio So­be­ra de la Flor, au­tor de cier­tos crí­me­nes que se re­gis­tra­ron en esos días y que con­ta­ban con ca­rac­te­rís­ti­cas pa­re­ci­das a sus fe­cho­rías, mismos que in­dig­na­ron a la so­cie­dad.

Y a mar­chas for­za­das se in­ves­ti­ga­ba en­ton­ces el ase­si­na­to del jo­ven­ci­to Pe­dro Ar­nol­do Gal­ván San­to­yo, de 17 años de edad, en la calle de Madrid, en la Vi­lla de Co­yoa­cán, re­gis­tra­do el 9 de ma­yo de 1952, caso que fue aclarado 15 días después, demostrándose la autoría de Sobera en dicho crimen.

Otro ca­so que preo­cu­pa­ba era el ase­si­na­to del es­tu­dian­te Gui­ller­mo So­lór­za­no, cu­yo ca­dá­ver fue de­po­si­ta­do por el pro­pio ho­mi­ci­da en el Hos­pi­tal de la Cruz Ro­ja, hu­yen­do an­tes de que pu­die­ra ser al­can­za­do e iden­ti­fi­ca­do por las au­to­ri­da­des.

El co­ro­nel Sil­ves­tre Fer­nán­dez, je­fe del Ser­vi­cio Se­cre­to, y el co­man­dan­te Men­do­za Do­mín­guez, je­fe de gru­po, lo­gra­ron investigar que Hi­gi­nio So­be­ra de la Flor nació en la ciudad de México y es­ta­ba do­mi­ci­lia­do en la ca­lle Mé­ri­da nú­me­ro 4, Colonia Roma.





Sin embargo, en los ar­chi­vos de Trán­si­to apa­re­cía co­mo ta­bas­que­ño de ori­gen y de 24 años de edad. De he­cho, Hi­gi­nio era so­bri­no del ex go­ber­na­dor de ese Es­ta­do, Noé de la Flor Ca­sa­no­va, que en esa épo­ca fun­gía co­mo ma­gis­tra­do del Tri­bu­nal Su­pe­rior de Jus­ti­cia. Su pa­dre era un co­mer­cian­te es­pa­ñol que po­seía una fin­ca en Vi­lla­her­mo­sa.

Hi­gi­nio vi­vía en una re­si­den­cia de lu­jo, era de fa­mi­lia muy aco­mo­da­da; su ma­dre, Zoi­la de la Flor viu­da de So­be­ra, pe­día, llo­ro­sa, pie­dad pa­ra él. Lo de­fen­día, ase­gu­ran­do que no era un ase­si­no, só­lo un en­fer­mo, “un neu­ras­té­ni­co que tie­ne el sis­te­ma ner­vio­so he­cho pe­da­zos des­de la muer­te de su pa­dre, en 1948”…

De he­cho, el jo­ven So­be­ra he­re­dó de su mi­llo­na­rio pro­ge­ni­tor, Jo­sé So­be­ra, una ju­go­sa for­tu­na y también un voraz apetito sexual; era adicto a las prostitutas, a las que pagaba la cantidad que le pidieran a cambio de caricias. Aban­do­nó sus es­tu­dios en Los Ángeles, Ca­li­for­nia, y vi­no con su fa­mi­lia a vi­vir a la ca­pi­tal. No tra­ba­ja­ba en na­da y se pa­sa­ba días y no­ches en la ca­lle, gas­tan­do di­ne­ro a rau­da­les, en alcohol, drogas y mujeres, pasiones a las que se entregaba sin freno. 

Higinio Sobera era cliente asiduo del Waikiki, cabaret de moda en Paseo de la Reforma. Era excéntrico y temerario; su vida era turbulenta y siempre al filo de la violencia y la muerte. 

En una ocasión lanzó hacia el arrollo vehicular a una mujer de la vida galante desde su auto en marcha. Se salvó la muchacha, pero los golpes que recibió al rodar por el pavimento la mandaron al hospital.

En otra ocasión (ene­ro de 1950), des­pués de rap­tar a una gua­pa y jo­ven da­ma, la obli­gó a su­bir a su co­che, el que pos­te­rior­men­te cho­có con­tra un pos­te de alum­bra­do pú­bli­co. La víc­ti­ma de So­be­ra re­sul­tó gra­ve­men­te he­ri­da. El mal­he­chor lo­gró huir y no fue de­te­ni­do, ya que via­ja­ba a dis­tin­tos puer­tos del país y só­lo por tem­po­ra­das per­ma­ne­cía en es­ta ca­pi­tal. En Tam­pi­co y Ve­ra­cruz ar­ma­ba tre­men­dos es­cán­da­los El Pe­lón So­be­ra.

En otra oca­sión com­pró un co­che Mer­cury úl­ti­mo mo­de­lo, en el cual rea­li­zó un via­je a To­lu­ca, sien­do acom­pa­ña­do por tres ami­gos su­yos –uno de ellos, piloto aviador retirado- y dos da­mas de ocasión. Salían de una fiesta y Sobera conducía el convertible a toda velocidad. Mientras aceleraba, preguntó al ex piloto:
 -¿Y no te da miedo volar?
 -Al contrario, en el aire es donde me siento mejor.
 Al escucharlo, Sobera se enfiló hacia el despeñadero y cuando llegó a una curva pronunciada, al mismo tiempo que gritaba enloquecido: “¡pues vámonos a volar todos!”... Tras vol­car­se el ve­hí­cu­lo in­me­dia­ta­men­te pre­gun­tó a sus ami­gos, que ves­tían de mi­li­ta­res por­tan­do las in­sig­nias de la Fuer­za Aé­rea Me­xi­ca­na:
-A ver si es lo mis­mo es­tar en el ai­re que aquí.

Los acom­pa­ñan­tes de Hi­gi­nio re­sul­ta­ron se­ria­men­te le­sio­na­dos. Me­dian­te unos cuán­tos pe­sos, Hi­gi­nio que­dó li­bre, tras ser con­du­ci­do an­te las au­to­ri­da­des, quienes ya conocían acerca de las locuras de Sobera, quien era esquizofrénico, según el diagnóstico hecho por los médicos cuando estuvo internado por sus males mentales. Su hermano, que también padecía la misma enfermedad, quedó recluido en un siquiátrico de España.

Higinio So­be­ra ocu­pó la cel­da 21 de la Cru­jía H en el tristemente célebre Pa­la­cio Ne­gro de Le­cum­be­rri, hoy convertido en Archivo General de la Nación. Dos co­sas preo­cu­pa­ban al cri­mi­nal: Su seguridad y su di­ne­ro.




A pre­gun­ta ex­pre­sa de re­por­te­ros acer­ca de por qué se con­vir­tió en ase­si­no, So­be­ra dijo:

-Ma­té a Ar­man­do Le­pe Ruiz por­que me in­sul­tó. Me lla­mó pa­ya­so, y es­tas pa­la­bras sig­ni­fi­can pa­ra mí, la peor in­ju­ria. A Hor­ten­sia Ló­pez Gó­mez la ma­té por­que me gus­tó mu­cho des­de el pri­mer mo­men­to que la vi. Pri­me­ro le ha­blé con bue­nas pa­la­bras. No me hi­zo ca­so. Su des­pre­cio me en­fu­re­ció. La se­guí has­ta el co­che de ru­le­teo. Qui­se aga­rrar­la. Ella me em­pu­jó con to­das sus fuer­zas. Hi­zo una mue­ca co­mo que le cau­sa­ba yo re­pug­nan­cia. Me en­ca­pri­ché y a la fuer­za abor­dé el co­che don­de ella ya ha­bía to­ma­do asien­to. Una lo­cu­ra tre­men­da se apo­de­ró de mí. Só­lo tu­ve un pen­sa­mien­to, bas­tan­te bru­tal por cier­to: ha­cer­la mía a co­mo die­ra lu­gar. For­ce­jea­mos unos se­gun­dos. Yo que­ría abra­zar­la, pe­ro se de­fen­día y me ara­ña­ba, al mis­mo tiem­po que gri­ta­ba. Por úl­ti­mo me es­cu­pió la ca­ra. Per­dí el con­trol y sa­qué la pis­to­la. Dis­pa­ré a bo­ca de ja­rro.

Las reacciones sociales eran efervescentes. De­fen­so­res de Hi­gi­nio So­be­ra pre­fe­rían no so­li­ci­tar el tras­la­do de és­te al ma­ni­co­mio La Cas­ta­ñe­da has­ta que pa­sa­ra la ola de in­dig­na­ción que se ha­bía le­van­ta­do en con­tra del pro­ce­sa­do quien, a su vez, con­fia­ba en que sus mi­llo­nes pron­to lo li­be­ra­rían del en­cie­rro.

Fue tan­ta la ex­pec­ta­ción que sur­gió por co­no­cer al cri­mi­nal So­be­ra, que va­rias ca­sas pro­duc­to­ras de pe­lí­cu­las ins­ta­la­ron sus cá­ma­ras an­te las re­jas de la Cru­jía H, a fin de to­mar di­ver­sos as­pec­tos so­bre la vi­da y ac­tos que Hi­gi­nio lle­va­ba en su cel­da de la Pe­ni­ten­cia­ría del Dis­tri­to. Se hablaba de actos aberrantes. También se montaron obras teatrales sobre los crímenes de Sobera.




El re­clu­so, con­for­me pa­sa­ban los días de su en­cie­rro, lla­ma­ba la aten­ción de di­ver­sas ma­ne­ras. En una oca­sión ini­ció ab­sur­da huel­ga de ham­bre. Lue­go agre­dió a un fo­tó­gra­fo en for­ma brutal. Fue con­du­ci­do a una de las cel­das de la Cir­cu­lar 2, por con­si­de­rar­lo pe­li­gro­so.

El 27 de agos­to de 1953 se anun­cia­ba que Hi­gi­nio So­be­ra de la Flor ha­bía si­do de­cla­ra­do lo­co y que pa­sa­ría to­da la vi­da en La Cas­ta­ñe­da. El cri­te­rio de tres pe­ri­tos ofi­cia­les, los psi­quia­tras Jo­sé Sor Ca­sa­do, Al­fon­so Qui­roz Cua­rón - uno de los criminólogos más reconocidos en la historia del país-, y Al­fon­so Mi­llán, coin­ci­día con el de los pe­ri­tos de la de­fen­sa, quie­nes afir­ma­ron que Sobera no po­día ser penalmente res­pon­sa­ble de nin­gún de­li­to.

So­be­ra se en­con­tra­ba fí­si­ca­men­te aba­ti­do. En 15 me­ses de re­clu­sión ha­bía per­di­do más de 17 ki­los; pe­sa­ba ape­nas 53. Ya no era el ener­gú­me­no que sa­cu­día con ex­traor­di­na­ria fuer­za las re­jas de su cel­da. 

Alfonso Quiroz Cuarón insistía en que Higinio no podía ser enjuiciado como cualquier otro criminal debido a su esquizofrenia... Sobera abandonó Lecumberri y fue internado en el Hospital Psiquiátrico Samuel Ramírez Moreno, en Valle de Chalco, de donde salió en 1985. Una enfermera le cuidaba en su casa; Sobera permanecía en su silla de ruedas. Dicen que estaba en estado catatónico. Nadie se imaginaba que aquel ser humano débil y cabizbajo que alimentaba palomas en el parque México, era el mismo Higinio Sobera de la Flor, cuya vida desenfrenada llenó páginas de notas policiales en los periódicos capitalinos en la década de los años cincuenta... Murió en 1995.