HIGINIO SOBERA DE LA FLOR
Todo comenzó en 1952. La orden policial era clara
y contundente: detener al criminal en el Hotel Montejo, en Florencia
y Paseo de la Reforma. Se trataba de Higinio Sobera de la Flor, uno de
los asesinos más peligrosos que puso en jaque a la sociedad por la maldad
con que cometió sus crímenes.
Le llamaban El Pelón Sobera y su negra historia se hizo famosa en los archivos policiacos durante la década de los años cincuenta. Y fue precisamente el domingo 11 de mayo de ese año cuando un incidente de tránsito en la Colonia Roma dio pábulo a la serie de crímenes que cometió.
La esquina de Insurgentes y Yucatán sirvió de escenario al hecho fatal. El capitán del Ejército, Armando Lepe Ruiz, tío de la bella actriz Ana Bertha Lepe, perdió la vida balaceado por Higinio Sobera, quien luego de cometer su fechoría emprendió la huida.
No obstante que un agente de la Dirección de Tránsito pudo haberlo capturado, lo dejó escapar y ni siquiera se tomó la molestia de bajarse del banco donde daba las señales a los automovilistas.
Armando Lepe, también famoso charro, era acompañado por María Guadalupe Manzano López, de 26 años de edad, quien presenció aterrorizada la forma violenta en que Lepe, conductor de un lujoso Buick modelo 51, era baleado por el iracundo Sobera. No menos de cinco disparos se escucharon y Lepe quedó recargado sobre el volante y gravemente herido, mientras que la dama lanzaba gritos de auxilio.
Los agentes del Servicio Secreto, José Godínez Sánchez y Fausto Figueroa Barrera, que ocasionalmente transitaban cerca del lugar, y viendo que el herido agonizaba, lo subieron a su coche y lo condujeron hasta la Cruz Roja, donde falleció poco después.
No pudo articular palabra alguna Lepe Ruiz, quien había tenido la mala fortuna aquel día, de toparse con un sujeto peligroso en el lugar equivocado. María Guadalupe fue atendida tras un desmayo y por herida de un dedo de la mano derecha. Se salvó por verdadero milagro, pues al momento del ataque estaba colocada entre la víctima y el violento Sobera.
La ardua labor investigadora desplegada
por el Servicio Secreto hizo posible que en 47 horas fuera detenido El
Pelón Sobera en el interior de lujosa alcoba del Hotel Montejo -
donde dormía con frecuencia-, ubicado en Florencia y Paseo de la Reforma.
Los sabuesos policiales mantuvieron guardia permanente en ese hotel, no pestañearon en toda la noche de aquel lunes (12 de mayo de 1952).
La misión encomendada debía ser cumplida al
pie de la letra. Vieron perfectamente cuando Higinio llegó al hotel.
Pidió uno de los mejores cuartos; le fue asignado el número 108 y pasó
allí toda la noche.
Los agentes comprobaron que la alcoba solamente tenía una puerta.
Esperaron pacientes varias horas. Algunas patrullas se trasladaron entonces
a las puertas del hotel. Sobera estaba cercado. El criminal permanecía
en su suite ajeno a la estrategia policial. Los agentes observaron a
través de la cerradura a Higinio ya vestido. Sobre la cama estaba
una pistola .380 automática y a corta distancia, una caja de cartuchos,
41 en total.
Se comisionó al agente Jorge Udave González, placa 193, a fin de que
penetrara al cuarto. En forma inteligente y haciéndose pasar como
garrotero, Udave tocó en dos ocasiones, hasta poder introducirse a
la alcoba, sorprendiendo a Higinio cuando examinaba su arma. En
forma cautelosa se acercó el agente pretextando limpiar el buró, y
cuando tuvo a su alcance al peligroso homicida, aprovechando un momento
en que éste depositaba la pistola sobre la cama para sacarse el pañuelo
del bolsillo y limpiarse el calzado, se abalanzó sobre él a la vez que
se apoderaba de la pistola. Momentos después, los otros detectives,
que observaban los movimientos por la cerradura, penetraron al cuarto
fácilmente.
El coronel Silvestre Fernández, el capitán Mendoza Domínguez y el
comandante Alfonso García Limón, seguidos de varios detectives,
procedieron a detener al homicida. Aquí cabe anotar que a Higinio
se le encontraron manchas de sangre en la camisa, situación que llevó
a los agentes a descubrir otro crimen del desequilibrado sujeto.
La brillante investigación policiaca aclaró que
algunas horas más tarde, después de asesinar al charro Lepe, el despiadado
Sobera dio muerte a la bella Hortensia López Gómez, dentro de un taxi. (En
aquella época les llamaban autos de ruleteo).
-¿Por qué mataste a la muchacha? –le preguntó el coronel Silvestre Fernández.
-Eso fue una mera “puntada” que me alcancé –exclamó Sobera con suave
petulancia, luego de barrer a los circunstantes con una mirada displicente. Al
mostrarle al chofer del taxi la fotografía de la malograda víctima, sin
titubear afirmó: “¡Es ella!”…
Más adelante, el asesino condujo a los agentes al sitio donde abandonó el taxi,
tras arrojar a la cuneta de la carretera, por el rumbo de Cuajimalpa, el cadáver
profanado de Hortensia. El coche fue encontrado estacionado frente a la
casa 15 de la calle General León, en Tacubaya.
Explicó el chofer Esteban Hernández que minutos antes de las 20:00 horas de aquel lunes, circulaba por Paseo de la Reforma cuando una dama joven y elegantemente vestida le hizo una seña con la mano. La mujer pidió un servicio al Sanatorio Durango. Una vez convenido el precio, la chica subió a la parte posterior del taxi. Instantáneamente, un hombre alto, blanco, delgado, con traje gris y boina oscura, hizo lo propio, tomando asiento junto a la muchacha, a la vez que indicaba al chofer que echara a caminar el coche. Ese hombre era Higinio Sobera.
En el interior del vehículo surgió un diálogo entre ambos pasajeros. En tanto
que el hombre decía “que no lo abandonara”, ella afirmaba no conocerlo,
suplicándole que descendiera del automóvil, que enfiló por las calles de
Hamburgo. Durante el trayecto, tanto ella como él siguieron discutiendo de
forma acalorada.
Cuando el coche cruzaba por Hamburgo y Niza, se escucharon varias detonaciones. Sobera había disparado seis veces sobre la indefensa Hortensia. El chofer del taxi, aún espantado por el acontecimiento, declaró que el iracundo sujeto empuñó nuevamente su arma y en forma amenazadora la puso en sus costillas, ordenándole continuar su marcha.
Esteban se vio obligado a circular por la calle Lieja en sentido contrario,
siendo detenido por un agente de Tránsito, quien le pidió los documentos.
Mientras, Sobera continuaba en su actitud amenazadora contra el chofer, en caso
de que denunciara los hechos. El agente luego de revisar la documentación se
retiró del lugar.
Aquí se preguntará usted, amigo lector, ¿cómo es que el policía no se percató que la pasajera iba malherida o muerta? Si tomamos en cuenta que el auto de alquiler del que hablamos era un Plymouth modelo 46, cabría señalar que eran vehículos muy espaciosos y dada la estructura del mismo, las personas que viajaban en la parte trasera no eran del todo visibles desde el exterior. Y por ser de noche, bien podía el agente de Tránsito suponer que el pasaje se trataba de una pareja y que la dama sólo descansaba sobre el hombro de su acompañante.
Tras retomar su marcha a gran velocidad sobre Paseo de la Reforma, Sobera,
poniendo la pistola en la cabeza del chofer le ordenó parar frente a las rejas
del Bosque de Chapultepec y bajarse. Sobera se apoderó del volante y huyó.
Luego se daría la noticia del macabro hallazgo, cuando unos pastores, a las 22:30 horas, acertaron pasar por una zanja que había cerca del kilómetro 19 de la carretera que conduce de México a Cuajimalpa. Dieron parte a la policía del cadáver de la hermosa mujer.
Momentos antes, Sobera había introducido a Hortensia, ya muerta, a la posada Palo Alto, donde cometió acto sexual con el cadáver y durmió abrazado a la mujer sin vida.
-¿El empleado que lo atendió en ese hotel se dio cuenta que llevaba usted un cadáver? –le preguntó el agente del ministerio público durante su declaración preparatoria.
-No. El me preguntó si yo iba solo; le contesté que no, que me acompañaba una
mujer borracha. Pero el camarista no la vio, pues yo la traía en el asiento posterior
del carro –señalaba el asesino.
Se supo que Hortensia López Gómez había vivido en
Parral 58, Colonia Chapultepec-Condesa, y tenía al morir 23 años de edad.
Estaba próxima a contraer nupcias.
El caso de Higinio Sobera fue uno de los más atroces, registrados por la criminalística
nacional. El clamor popular era sólo uno: “¡Pena de muerte al bestial
cavernario de la Colonia Roma!”... Incluso, a la redacción del
diario La Prensa llegaba un sinnúmero de peticiones para que el Presidente
de la República, Miguel Alemán Valdés, el Procurador del Distrito y
las cámaras del Congreso de la Unión, votaran por que se reimplantara la
pena de muerte, por considerarla como única defensa que tiene el pueblo
de México contra los criminales que deambulan tranquilos por las calles
de la ciudad. También llegaban cartas que hacían mención al hecho
de que Sobera fuera condenado a cadena perpetua a las Islas Marías.
Una vez conocida la auténtica personalidad de este desalmado asesino, la policía pensaba en que bien pudiera ser Higinio Sobera de la Flor, autor de ciertos crímenes que se registraron en esos días y que contaban con características parecidas a sus fechorías, mismos que indignaron a la sociedad.
Y a marchas forzadas se investigaba entonces el asesinato del jovencito
Pedro Arnoldo Galván Santoyo, de 17 años de edad, en la calle de Madrid,
en la Villa de Coyoacán, registrado el 9 de mayo de 1952, caso que fue
aclarado 15 días después, demostrándose la autoría de Sobera en dicho crimen.
Otro caso que preocupaba era el asesinato del estudiante Guillermo Solórzano, cuyo cadáver fue depositado por el propio homicida en el Hospital de la Cruz Roja, huyendo antes de que pudiera ser alcanzado e identificado por las autoridades.
El coronel Silvestre Fernández, jefe del Servicio Secreto, y el comandante Mendoza Domínguez, jefe de grupo, lograron investigar que Higinio Sobera de la Flor nació en la ciudad de México y estaba domiciliado en la calle Mérida número 4, Colonia Roma.
Sin embargo, en los archivos de Tránsito aparecía como tabasqueño de
origen y de 24 años de edad. De hecho, Higinio era sobrino del ex gobernador
de ese Estado, Noé de la Flor Casanova, que en esa época fungía como magistrado
del Tribunal Superior de Justicia. Su padre era un comerciante español
que poseía una finca en Villahermosa.
Higinio vivía en una residencia de lujo, era de familia muy acomodada;
su madre, Zoila de la Flor viuda de Sobera, pedía, llorosa, piedad para
él. Lo defendía, asegurando que no era un asesino, sólo un enfermo,
“un neurasténico que tiene el sistema nervioso hecho pedazos desde
la muerte de su padre, en 1948”…
De hecho, el joven Sobera heredó de su millonario progenitor, José Sobera, una jugosa fortuna y también un voraz apetito sexual; era adicto a las prostitutas, a las que pagaba la cantidad que le pidieran a cambio de caricias. Abandonó sus estudios en Los Ángeles, California, y vino con su familia a vivir a la capital. No trabajaba en nada y se pasaba días y noches en la calle, gastando dinero a raudales, en alcohol, drogas y mujeres, pasiones a las que se entregaba sin freno.
Higinio Sobera era cliente asiduo del Waikiki, cabaret de moda en Paseo de la Reforma. Era excéntrico y temerario; su vida era turbulenta y siempre al filo de la violencia y la muerte.
En una ocasión lanzó hacia el arrollo vehicular a una mujer de la vida galante desde su auto en marcha. Se salvó la muchacha, pero los golpes que recibió al rodar por el pavimento la mandaron al hospital.
En otra ocasión (enero de 1950), después de raptar a una guapa y joven dama,
la obligó a subir a su coche, el que posteriormente chocó contra un
poste de alumbrado público. La víctima de Sobera resultó gravemente
herida. El malhechor logró huir y no fue detenido, ya que viajaba a
distintos puertos del país y sólo por temporadas permanecía en esta
capital. En Tampico y Veracruz armaba tremendos escándalos El Pelón
Sobera.
En otra ocasión compró un coche Mercury último modelo, en el cual realizó
un viaje a Toluca, siendo acompañado por tres amigos suyos –uno de
ellos, piloto aviador retirado- y dos damas de ocasión. Salían de una fiesta y
Sobera conducía el convertible a toda velocidad. Mientras aceleraba, preguntó
al ex piloto:
-¿Y no te da miedo volar?
-Al contrario, en el aire es donde me siento mejor.
Al escucharlo, Sobera se enfiló hacia el despeñadero y cuando llegó a una
curva pronunciada, al mismo tiempo que gritaba enloquecido: “¡pues vámonos a
volar todos!”... Tras volcarse el vehículo inmediatamente preguntó
a sus amigos, que vestían de militares portando las insignias de la
Fuerza Aérea Mexicana:
-A ver si es lo mismo estar en el aire que aquí.
Los acompañantes de Higinio resultaron seriamente lesionados. Mediante unos cuántos pesos, Higinio quedó libre, tras ser conducido ante las autoridades, quienes ya conocían acerca de las locuras de Sobera, quien era esquizofrénico, según el diagnóstico hecho por los médicos cuando estuvo internado por sus males mentales. Su hermano, que también padecía la misma enfermedad, quedó recluido en un siquiátrico de España.
Higinio Sobera ocupó la celda 21 de la Crujía H en el tristemente célebre Palacio Negro de Lecumberri, hoy convertido en Archivo General de la Nación. Dos cosas preocupaban al criminal: Su seguridad y su dinero.
A pregunta expresa de reporteros acerca de por qué se convirtió en asesino, Sobera dijo:
-Maté a Armando Lepe Ruiz porque me insultó. Me llamó payaso, y estas
palabras significan para mí, la peor injuria. A Hortensia López Gómez
la maté porque me gustó mucho desde el primer momento que la vi. Primero
le hablé con buenas palabras. No me hizo caso. Su desprecio me enfureció.
La seguí hasta el coche de ruleteo. Quise agarrarla. Ella me empujó
con todas sus fuerzas. Hizo una mueca como que le causaba yo repugnancia.
Me encapriché y a la fuerza abordé el coche donde ella ya había tomado
asiento. Una locura tremenda se apoderó de mí. Sólo tuve un pensamiento,
bastante brutal por cierto: hacerla mía a como diera lugar. Forcejeamos
unos segundos. Yo quería abrazarla, pero se defendía y me arañaba, al
mismo tiempo que gritaba. Por último me escupió la cara. Perdí el control
y saqué la pistola. Disparé a boca de jarro.
Las reacciones sociales eran efervescentes. Defensores de Higinio Sobera preferían no solicitar el traslado de éste al manicomio La Castañeda hasta que pasara la ola de indignación que se había levantado en contra del procesado quien, a su vez, confiaba en que sus millones pronto lo liberarían del encierro.
Fue tanta la expectación que surgió por conocer
al criminal Sobera, que varias casas productoras de películas instalaron
sus cámaras ante las rejas de la Crujía H, a fin de tomar diversos aspectos
sobre la vida y actos que Higinio llevaba en su celda de la Penitenciaría
del Distrito. Se hablaba de actos aberrantes. También se montaron obras teatrales
sobre los crímenes de Sobera.
El recluso, conforme pasaban los días de su encierro, llamaba la atención de diversas maneras. En una ocasión inició absurda huelga de hambre. Luego agredió a un fotógrafo en forma brutal. Fue conducido a una de las celdas de la Circular 2, por considerarlo peligroso.
El 27 de agosto de 1953 se anunciaba que Higinio Sobera de la Flor había sido declarado loco y que pasaría toda la vida en La Castañeda. El criterio de tres peritos oficiales, los psiquiatras José Sor Casado, Alfonso Quiroz Cuarón - uno de los criminólogos más reconocidos en la historia del país-, y Alfonso Millán, coincidía con el de los peritos de la defensa, quienes afirmaron que Sobera no podía ser penalmente responsable de ningún delito.
Sobera se encontraba físicamente abatido. En 15 meses de reclusión había perdido más de 17 kilos; pesaba apenas 53. Ya no era el energúmeno que sacudía con extraordinaria fuerza las rejas de su celda.
Alfonso Quiroz Cuarón insistía en que Higinio no podía ser enjuiciado como cualquier otro criminal debido a su esquizofrenia... Sobera abandonó Lecumberri y fue internado en el Hospital Psiquiátrico Samuel Ramírez Moreno, en Valle de Chalco, de donde salió en 1985. Una enfermera le cuidaba en su casa; Sobera permanecía en su silla de ruedas. Dicen que estaba en estado catatónico. Nadie se imaginaba que aquel ser humano débil y cabizbajo que alimentaba palomas en el parque México, era el mismo Higinio Sobera de la Flor, cuya vida desenfrenada llenó páginas de notas policiales en los periódicos capitalinos en la década de los años cincuenta... Murió en 1995.