viernes, 23 de julio de 2021

Los hermanos Villar Lledías

La calma imperaba en la calle República de El Salvador al comenzar el martes 23 de octubre de 1945. De pronto la tranquilidad vecinal se interrumpió cuando comenzó a propagarse la noticia fatal.

Los hermanos Villar Lledías habían sido asesinados. Despiadados asaltantes penetraron violentamente en octubre de 1945 en la mansión de tres ancianos solitarios, ricos pero indefensos y tras matar a Miguel y Ángel Villar, y lesionar a golpes a su hermana María, encontraron un deslumbrante tesoro que no pudieron hurtar en su totalidad por su gran peso y volumen.




Los diarios capitalinos informaban que miles de pesos en monedas de oro y plata y gruesos fajos de billetes fueron abandonados por los hampones en su precipitado escape. Varios policías se apoderaron después de buena parte de la fortuna que no se llevaron los ladrones. Peritos de la Procuraduría y Hacienda pasaron semanas contando parte del dinero, joyas y antigüedades que había en República de El Salvador 66, casi esquina con Isabel la Católica.

El caso fue el escándalo del año y dio un vuelco cuando el ministerio público envió a prisión a la hermana lesionada. Se les ocurrió que como no lloraba lo suficiente, entonces debía ser culpable. Con ella encarcelaron a otros inocentes hasta que un juez les concedió amparo y les otorgó la libertad. Temerosos, sus abogados hicieron que la señora firmara una carta disculpando al procurador que la envió a prisión.



El célebre detective del Servicio Secreto, Silvestre Fernández, aclaró el caso. Identificó y detuvo a los asesinos, además de recuperar el botín. El caso tuvo tanta difusión que muchos curiosos acudieron a El Salvador 66 e intentaron entrar para derribar puertas y paredes y destruir muebles en busca de la parte del tesoro que todavía había allí, según los rumores.

Los Villar Lledías eran propietarios de edificios de departamentos y vecindades en la ciudad de México y en el interior del país. Desconfiaban de las instituciones bancarias y preferían guardar el dinero en la casa. Los roperos de cedro tallado y otros muebles de caoba, se vencían por el peso del oro y la plata que a duras penas contenían; los cajones se atoraban por el tesoro que encerraban.


Los billetes de diferentes denominaciones formaban grandes montones en desorden. Se supo que los inquilinos llevaban la renta, los Villar envolvían el dinero en pañuelos o servilletas, les ponían una anotación con la fecha y el nombre del que pagaba las mensualidades y simplemente arrojaban el paquetito a donde mejor cayera. Así, casi todas las habitaciones y muebles de la casa estaban llenos de dinero, que no rendía intereses bancarios porque a los hermanos ya no les interesaba.

Según vecinos de la céntrica zona, los hermanos, María, Miguel y Ángel casi no gastaban dinero con excepción del poco que invertían en comprar alimentos enlatados y pagar el servicio del restaurante Principal, donde comían todos los días. Tenían rutinaria existencia.

Por las tardes, Ángel compraba pan y leche para los tres y no salían hasta el día siguiente. Miguel había perdido la vista en 1915 y María no podía llorar porque la habían operado de los ojos y ya no le brotaban las lágrimas.

Eran enemigos de bancos y papeleos, sin embargo, firmaron una cesión de bienes a favor de quien sobreviviera, con la condición de que ayudara a los niños pobres.

Ángel tenía 78 años de edad, Miguel 76 y María 79 años. En su juventud viajaron a Europa varias veces y ofrecieron comidas privadas al Papa y otros dignatarios eclesiásticos. En cada gira por el viejo continente compraban antigüedades valiosas como mármoles de Carrara, porcelana de Sevres con incrustaciones de oro, marfiles tallados de China o alhajas cuajadas de pedrería diversa.

Los Villar Lledías eran magníficos anfitriones. En sus fiestas se comía y se bebía mucho y de lo mejor. Pero las fiestas se acabaron y en los últimos años la única diversión de los hermanos era el programa Alma de España, con la hispana Conchita Martínez y Nicolás Urcelay, que se transmitía desde el teatro estudio de la XEW.

Ángel coleccionaba fistoles -poseía más de 200, en su mayoría de gran valor- y María gustaba de lucir collares de esmeraldas o rubíes. Al paso del tiempo los Villar perdieron a sus parientes, las fiestas en la mansión terminaron, los landós -carrozas de cuatro ruedas con capota que se abría y cerraba a capricho- fueron estacionados para no moverlos más por años y sólo de vez en cuando lucían sus joyas en las funciones de teatro. Los ancianos se alejaron del mundo.




La enorme casona era demasiado grande para los tres y poco a poco fueron tapiando cuartos tras guardar riquezas en su interior y ocupar sólo unas cuantas habitaciones centrales. Los cajones de muebles y roperos comenzaban a romperse ante el peso del tesoro familiar, cuando el palacete fue visitado por asaltantes.

Fue una noche de horror que comenzó cuando Ángel Villar regresaba a la casona con pan y leche para la merienda. Sus hermanos estaban ajenos a la tragedia que se asomaba a unos pasos de su morada. El palacete fue visitado por asaltantes la tarde del martes 23 de octubre de 1945.

Ángel regresaba de la lechería y la panadería cuando uno de los delincuentes lo amenazó con un cuchillo y le ordenó que no hiciera escándalo. Con sus cómplices, lo metieron a la casa y lo golpearon en la cabeza hasta matarlo.


María dijo que al escuchar ruidos extraños se asomó por el pasillo del primer piso, donde estaba su recámara y vio a los desconocidos -todos con gafas oscuras y guantes- y éstos le explicaron que “don Ángel había sido atropellado y necesitaba atención médica”... Los sujetos llevaban a su víctima hacia el primer piso, cuando Miguel gritó:

-¡Escóndete, María, algo le hicieron a Ángel, oí que lo amenazaron!

El invidente fue alcanzado por varios hampones, quienes lo mataron en su cama a golpes y por estrangulación, mientras uno de los malhechores tomó por el cuello a María y la amenazó con asfixiarla si no le entregaba todo el dinero. Pero no fue necesario que les dijera, el dinero y el oro aparecían por todas partes. Con exclamaciones de alegría llamaron al maleante que ataba con una soga a María y le ordenaba que no se moviera o le pasaría lo mismo que a sus hermanos.


El grupo se entregó al saqueo con tal desorden que las monedas, alhajas y billetes caían por todas partes y todavía alcanzó para llenar bolsas de yute.

-¡Hay que matar a la vieja! -sugería alguien.

Y según la versión de la mujer, cuando trataron de hacerlo, descubrieron que sin querer el cómplice que la ató había cerrado la puerta de la recámara. El tesoro embriagó de tal forma a los ladrones, que se olvidaron de ella. Los asesinos huyeron cuando ya no pudieron acumular más monedas y billetes. Se fueron acompañados por el tintineo que hacían al desparramarse por pasillos y escaleras las monedas de oro y plata en las bolsas.

María dijo que cuando consideró que el peligro había pasado se desató con facilidad y fue en busca de sus hermanos. Comprobó que habían muerto. Se asomó por una de las ventanas y pidió auxilio. Comedidos vecinos llegaron a la casa y se sorprendieron al ver los cadáveres y el reguero de monedas y joyas de gran valor.

Se dice que con el dinero obtenido por un elefante de oro, con ojos de rubíes, un jefe policiaco compró una plaza de toros en Puebla y todavía le sobró para adquirir una casa; la antigüedad de 25 centímetros había sido traída de Europa por los Villar y jamás fue recuperada.


Para la policía era un caso difícil. No había informes del asalto ni de los homicidas.

Una semana después, el detective Galindo llegó a la conclusión de que María Villar Lledías era culpable del homicidio de sus hermanos y no había actuado sola, sino secundada por dos o tres individuos, porque no es lógico pensar que quien atraca deje tirada tan enorme suma de dinero: 14,000 pesos en monedas y billetes. Y argumentaba que María seguramente había pagado por la “tarea” y lógicamente, “los bandidos no la amarraron bien, ni le hicieron daño”. Lo malo fue que otros detectives también sospecharon que María era un nuevo Caín, porque no la vieron llorar ni entristecerse.


Tal vez contribuyó a la actitud de los agentes la ironía de la anciana cuando le preguntaban por el saqueo:

-¿El primero o el segundo?-, les contestaba refiriéndose a lo que policías se robaron.

A pesar de todo se aseguraron valiosas piezas de orfebrería, porcelana, cristalería de Bohemia, pinturas, miniaturas valiosas, muebles del siglo pasado, objetos de bronce y otros metales.

Peritos de la Secretaría de Hacienda calcularon en 24 millones de pesos -de 1945- los objetos heredados automáticamente por María, sin contar sus bienes inmuebles en la capital de país y en provincia.

El Procurador Francisco Castellanos dejó en calidad de “detenida” a la señorita, mientras informantes de oscura conciencia y mala fe indicaban que los Villar Lledías “habían dejado morir de hambre a otra hermana, de nombre María Luisa, quien dilapidó su fortuna sin hacer caso a los consejos de Ángel, Miguel y María”.

El funcionario prohibió que María viera periódicos o recibiera visitas. Y acosada por el ministerio público (si respondía, malo y si no respondía, peor) juraba que todo lo declarado era verdad, pero los judiciales se burlaban.


En ese ambiente apareció María de la Luz Maldonado, quien dijo haber sido sirvienta de los Villar y que “supo” que la señorita tenía proyectado envenenar a sus hermanos para heredar la riqueza de ambos. La Maldonado fue enviada a prisión por embustera cuando se exhumaron los cadáveres y no se halló veneno en los cuerpos.

María Villar ya había pasado por la humillación de ser fichada con el número 127352, en el Palacio Negro de Lecumberri.

Desesperados, los defensores de la mujer ofrecieron una recompensa de 50 mil pesos a quien proporcionara datos que esclarecieran el asunto. Y mucho antes que cayeran los verdaderos asesinos, el juez Juan José González Bustamante dejó en libertad a María Villar Lledías al considerar que el otro juez, Eduardo Fernández McGregor, había atropellado los derechos de la señorita y se basó en simples suposiciones, conjeturas o sospechas para envirarla a prisión.



La anciana salió libre el 13 de diciembre de 1945 y declaró que se cometió una infamia con ella, que la trataron muy mal en la Procuraduría y que en la Penitenciaría se portaron bien, especialmente las mujeres recluidas allí por delitos menores. María les envió 250 cobertores “porque allí se pasa además de frió en el cuerpo, frío en el alma”, decía a los reporteros.

María Villar Lledías denunció que en la Procuraduría trataron de ponerle trampas. Y confesó que en la casa asaltada “he pasado 70 años de mi vida, he sido en esa casa muy feliz y muy desdichada”.


CAYÓ LA BANDA

El investigador Silvestre Fernández fue quien junto con dos abogados defensores y un notario público consumaron la proeza de aclarar en tres meses el asalto y doble asesinato de República de El Salvador 66, poniendo en evidencia a la “nube de agentes” que intentaba solucionar el caso.

Descubrió Fernández -quien cobró y compartió generosamente la recompensa de 50 mil, ofrecida por los defensores de María- que los participantes fueron:

Fermín Ezquerro Farfán, ex presidiario acusado de homicidio y quien, durante un asalto, recibió varios balazos en los brazos y fue necesario amputárselos en un hospital de emergencia. A pesar de ser manco fue el cabecilla de la banda.

Lorenzo Reyes Carbajal, excautivo de la cárcel de Belem y Lecumberri, quien debía cuatro vidas y era conocido como “El Tigre de Tolcayucan” en Hidalgo.

Macario Mondragón Borges, ex federal y luego revolucionario a las órdenes del general Francisco Villa, más tarde fue a prisión por falsificar timbres fiscales.

Alfredo Castro Araiza, ex albañil y ex presidiario de las cárceles de Belén y Lecumberri, por el delito de lesiones graves.

David Rojas Valenzuela, prófugo de la cárcel de Lecumberri y el único que no pudo ser detenido por el crimen de los Villar Lledías.

Esperanza de la Torre Larios, amiga íntima de Ezquerro Farfán, bella encubridora dispuesta a todo por seguir al peligroso minusválido.

El militar retirado, Antonio Herrera Pérez, que pasaba por mala situación económica; fue quien informó a Silvestre Fernández. Dijo que “El Tigre de Tolcayucan” lo invitó a dar un “golpe” que los haría ricos para siempre, pero él se negó porque debía cuidar de 8 hijos y esposa y no estaba muy seguro de actuar con precisión a la hora del atraco.




Lo demás fue fácil para el detective Fernández. Supo que Macario tuvo la idea del asalto a los Villar, tras conocerlos en un juzgado civil, donde Ángel triunfó en un problema inquilinario. Se reunió estratégicamente el mortal equipo de atracadores y en principio se acordó no recurrir a la violencia, “a menos que fuera estrictamente necesario”.

Pacientemente -el 23 de octubre- esperaron que Ángel retornara con la leche y el pan de la merienda y abriera el enorme zaguán para empujarlo hacia adentro y llevarlo hacia el primer piso donde lo golpearon -fue lo que escuchó el cieguito Miguel- para decirle a María que “había sido lastimado por un automóvil”.

María creyó, momentáneamente, a los maleantes y les pidió: “pobrecito, colóquenlo en la cama...” Miguel estaba en su cama y fue agredido también, alcanzó a gritar a su hermana para que se pusiera a salvo y luego expresó: “¡no me peguen bestias, asesinos!..”

Un hampón ató a María a una silla y le ordenó que les entregara todo el dinero. La dama pidió clemencia y tuvo la suerte de que sus amigos llamaron al ladrón y éste corrió a reunirse con ellos antes de perder su parte en el botín. Se cree que al salir se cerró la puerta del cuarto y luego ya no pudieron entrar a eliminar a la importante testigo.

En el domicilio de Macario -Doctor Arce 90, Colonia de los Doctores- tuvo lugar el reparto: 1,700 pesos a cada uno en billetes, otra suma en monedas de oro y plata, así como joyas diversas. “El Tigre” envolvió su dinero en un paliacate y se fue en autobús a su pueblo, donde enterró dinero y gemas.

Los vecinos de Real del Monte, Hidalgo, dieron gracias a Dios cuando Silvestre Fernández consiguió permiso del gobernador Vicente Aguirre para traer detenido a Lorenzo Reyes, quien se había convertido en azote de la región.

El jefe de la policía hidalguense, Raúl Godínez Rubio halló los 7 mil pesos en efectivo que había ocultado “El Tigre” en una caja, además de un prendedor de oro con 12 brillantes y un zafiro al centro y 19 brillantes cada uno; otro par de aretes en forma de moño, con dos brillantes y una pieza de platino.

A Macario le decomisaron una herradura de oro con incrustaciones de brillantes; un par de aretes de esmeraldas, un prendedor con brillantes y una pieza de ágata en forma de óvalo, todo con valor de 16 mil pesos en 1946.

A Fermín Ezquerro le recogieron dos pulseras de oro, seis estuches llenos de alhajas y 1,500 pesos en billetes de diferentes denominaciones; al parecer, fue él quien más tiró monedas y fajos de billetes al escapar de la casa del doble crimen.

María recuperó 208,366 pesos 20 centavos en efectivo el 8 de febrero de 1946. Seis días después pagó la recompensa y Silvestre Fernández la compartió con su ayudante y con el militar retirado, Antonio Herrera Pérez, quien vivía en Callejón de Tizapán 22, barrio del Niño Perdido.

Los matones fueron consignados al juzgado 18 de la Sexta Corte Penal y encarcelados en Lecumberri por homicidio, lesiones, amenazas, ataque peligroso y robo. Y el juez Fernández McGregor los condenó a 30 años de prisión. Apelaron y les fueron rebajados tres años de cárcel y el sábado 14 de marzo de 1959, la Suprema Corte de Justicia de la Nación confirmó la sentencia de 27 años de cautiverio, multa de 10 mil pesos o más tiempo de cárcel y reparación del daño por 164 mil pesos.



El 18 de enero de 1963 murió la señorita Villar Lledías y sus cuantiosos bienes -se cree- pasaron a la Beneficencia Pública. María fue sepultada en el Panteón del Tepeyac, donde los cuerpos de sus hermanos habían sido profanados inútilmente en 1946.

Y hasta aquí una historia más contada puntualmente en las páginas de la nota roja en México.

 

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